Allí donde las aguas del río no llegaban con la crecida, vivía Soledad
Alcázar. Era el punto más alto de la cuenca del Pascualón. Chozas de arrieros y
jornaleros se habían visto constantemente arrasadas por las riadas, pero la
casita cubierta de hiedra y campanillas, se alzaba triunfante en la única loma
del valle.
Soledad que de niña su madre le puso por nombre María, no acertaba a
recordar desde cuándo venían llamándola así, pues es cierto que hacía ya muchos
años que su única compañía eran sus gallinas y sus gatos.
Los lunes bajaba al pueblo a vender las telas que confeccionaba ella
misma y a hacer la compra de la semana. La rutina traía consigo la misma
cantinela de charla:
—Buenos días don Alfredo, aquí le traigo sus telas.
—Buenos días Soledad, se han vendido muy bien, sobre todo las de
colores vivos. ¿Sabe usted que se lleva otra vez el morado? Las modas vienen de
la ciudad, y para eso estoy yo, para informarme de lo que quiere el cliente.
—Muy bien don Alfredo, el próximo día le traeré varios tonos de morado. Adiós, y tenga usted buena semana.
—Vaya usted con Dios, Soledad.
E igual, en la carnicería, en la frutería, en la pescadería, y en
todos los comercios donde cada lunes hacía su recorrido matinal para proveer su
despensa de la semana. Tan solo sus gatos conocían el interior de su alma.
Porque las personas, aunque vivamos en soledad, necesitamos de alguien con
quien compartir nuestros pensamientos.
—Quiero más pollo —dijo el gato ronroneándose en sus tobillos.
—Si cuando morimos vamos al cielo y la reencarnación no existe, el
cielo tiene que estar lleno de gente.
—Quiero más pollo —Volvió a repetir el gato, mientras perseguía a su
dueña de un lado a otro.
—Aunque también hay gente que irá al infierno. Porque se lo merece. Y
así estará más repartida la cosa. Allí estará ardiendo uno que yo me sé; porque
mi santa madre seguro que está en el cielo. ¡Faltaría más! Que después de todo,
de tanto sufrimiento, estuvieran los dos en el mismo lugar. Si no hay justicia
en la vida, tiene que haber justicia en la muerte.
—Pollo… —El gato miraba a Soledad y se lamía las patitas.
—¡Ay…! Si yo hubiera aceptado al Antonio…, mírame, ahora sería todo
distinto. La culpa la tiene el que está en el infierno. Inocente de mí, que
nunca vi otra cosa más que palos, y pensaba que eso era el trato que daba el
hombre a la mujer. Eso no es hombre ni es “ná”. Eso es una bestia del campo.
Que digo yo…, ni bestia es eso, porque las bestias son más mansas. Sí ya sé…,
que no me altere, que no me viene bien para la tensión.
—¿No hay pollo? —Sus ojitos gatunos miraban con tanta intensidad,
que parecían salir de las cuencas, mientras se afanaba en restregarse una y
otra vez por las piernas.
—Aun si lo pienso, el Antonio no era buen pretendiente. Se casó con la
Rosita y se la pasaba de bar en bar.
Tan distraída estaba en la conversación, que, por un mal tropiezo, dio de bruces contra el suelo, dejando allí su vida, en un segundo absurdo y
arbitrario.
Dos semanas tardaron en encontrarla. Fue don Alfredo, que necesitado
de telas para su negocio, se aventuró a subir a la loma donde no llega el río
con la crecida, pensando que, cualquier contratiempo hubiera impedido a Soledad
bajar al pueblo como cada lunes.
Al llegar a la casita escondida en hiedra y campanillas, un olor a
podredumbre le hizo retroceder. La imagen de la descomposición tras la muerte,
le acompañó durante mucho tiempo. Salió de allí huyendo para pedir ayuda,
pensando en no volver, llevándose consigo a un gato, que con ojos suplicantes
le parecía decirle: “Tengo hambre, quiero pollo.”
Foto: Steven Spassov
¡Qué bonito! Me ha gustado :D Y muy fácil de encontrar las cosas en tu blog! Te felicito :D Besitos! :)
ResponderEliminarMuchas gracias por leerme! Que ilusión! Eres mi primer comentario. Un beso!
ResponderEliminarAdemás de ese tinte cómico, el relato está muy, muy bien (la idea y la forma).
ResponderEliminarUn beso
Me alegro que te guste! Viniendo de tí, para mí es importante. ;)
ResponderEliminarEspero con impaciencia tu próxima entrada de Cajóndesastre en tu blog!