Mostrando entradas con la etiqueta Relato. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Relato. Mostrar todas las entradas

jueves, 23 de marzo de 2017

En la oscuridad



La muerte de mi mujer ha afectado más a mi hijo pequeño. Nos ha afligido a todos de manera diferente. Reconozco que los primeros meses el dolor me hizo descuidarlos. A ellos, que son los más vulnerables. Mi suegra me sigue reprochado que entonces desapareciera, que me quitara de en medio y no quisiera saber nada de nadie. Durante ese tiempo se los llevó a su casa. Allí el niño ya tenía terrores nocturnos. El psicólogo empezó a tratarnos a los tres. Decía que era un proceso normal de aceptación, que en los sueños se liberan nuestros miedos.
Cuando volvieron conmigo, tenía especial cuidado al acostarlo. Le leía un cuento, lo abrazaba, miraba debajo de la cama, detrás de las cortinas, dentro del armario, y dejaba una lamparita encendida.
Había noches en las que se despertaba gritando, empapado en sudor y aterrado. Entonces me quedaba a dormir con él. Lo notaba entre mis brazos con la respiración acelerada, tan vulnerable que me destrozaba el corazón.  
Sigue leyendo en la web de la revista Zoque...

viernes, 25 de noviembre de 2016

El día que me sobró Diógenes





El día que te fuiste me sobró puchero para dos. Me faltaron tus camisas, tus calcetines, esos de color gris que te empeñabas en calzar y sobresalían entre los perniles de los pantalones.   No querías los negros, los de toda la vida. Tus chaquetas: la de pana, la negra de paño, la gris de verano. Todas siguen en el armario. Les puse unas fundas. Están en el lugar dónde las dejaste, igual que tus gafas. En la mesita de noche, junto al libro que estabas leyendo. En el mismo sitio, y cerré. No he vuelto a entrar. Tampoco encuentro la llave. La habrá cogido algún gato. No la quiero. Me da lo mismo. O sí me importa, pero no puedo. No sé dónde duermo. A veces aquí, otras allí. Encima de esas bolsas, debajo de esos trapos o al lado de esas latas. Encima de estos cartones... Sigue leyendo en la web de la revista Zoque...



miércoles, 11 de mayo de 2016

El náufrago






El mar lo trajo y el mar se lo llevó. Apareció en la playa, envuelto en algas y casi desnudo. En la aldea, a lo largo de los años habían visto muchos náufragos. Llegaban deshidratados, con la cara quemada por el sol, algunos vivos y otros muchos muertos. Los habitantes de aquella zona del caribe estaban acostumbrados a tropezar con los cuerpos en las playas. María Zulaida se persignaba cada vez que veía un montículo varado en la arena. A veces solo era una tortuga gigante o los restos de un barco. Pero aquella mañana el mar había escupido un muchacho. Lo llevaron como a otros habían llevado antes a la enfermería del pueblo. El médico lo dio por sano después de que hubiera bebido y comido todo lo necesario. No sabía su nombre, tampoco recordaba qué había pasado. Su vida comenzó justo en el momento que levantó la cabeza en la orilla y vio a María persignándose con cara de espanto. Le dieron un tiempo prudencial. Ya había pasado otras veces, con otros náufragos, todos acababan recordando y volviendo a sus tierras, con sus familias y sus mujeres. Pero este seguía sin saber quién era y de dónde venía. Así que decidieron llamarle Marino porque el mar era todo lo que sabían de él. Lo adoptaron y le dieron un oficio. Ayudaba a los pescadores en la lonja porque nadie lo quería en su barco, pensaban que era de mal agüero llevar a un náufrago a bordo. “Lo que el mar trae el mar se lleva”, decían los más viejos. Incluso las mujeres, velando por su persona, no dejaban que se acercara a la orilla. “Eres hijo del mar, y las madres siempre vuelven por sus hijos”
Acabó casándose con María Zulaida porque decía que ella era su primer recuerdo y el último antes de irse a dormir. La familia de la novia puso reparos al compromiso, sobre todo la abuela, que sabía vaticinar el futuro en la forma de las nubes y en el sonido del viento. Pero como el amor solo es cosa de dos, finalmente celebraron la boda el día del solsticio de verano, por ser el más largo.
A media noche, como es tradición, los invitados se bañaron en el mar para limpiar las almas y atraer la buena suerte e incitaron a la novia que rodearon de flores. Marino cogió entonces en brazos a su mujer y se dirigió hacia el oleaje ante los gritos de los presentes.
Al contacto con el agua, María dejó de sentir los brazos que la sostenían y en vano buscó a su esposo entre las olas. Tal y como vino se fue.
Esta vez lo último que vio Marino antes de dormirse para siempre fue una luz que provenía de la superficie. Le vino a la memoria su nombre, su madre y su pasado, mientras una bandada de peces ascendían hacia la claridad y él se hundía lentamente hacia los fondos inexplorados del océano.
La gente del pueblo empezó a decir que la mar, muerta de celos se lo había llevado, y contaban la historia a sus hijas, para que no se casaran con los náufragos que seguían llegando a las orillas, envueltos en algas y desnudos, confundiéndose con tortugas marinas y despojos de barcos. 



Foto: 贝莉儿 NG


domingo, 17 de enero de 2016

Distintas







Ha roto la ventana como quien rompe un castillo de naipes. Los cristales han saltado en diminutos diamantes por doquier, rodando por el suelo como canicas escondiéndose debajo de los muebles. Ella fría, me mira y sigue gritando, cómo si no fuera consciente del estropicio que acaba de hacer. Se acerca hacia mí muy despacio. El vidrio cruje bajo las suelas de sus botines. Ha dejado de gritar, no me gusta la forma en que me mira. Sobre la mesa hay un trozo de los grandes, brillante, lo coge y lo aprieta. La sangre comienza a correrle por la muñeca. Retrocedo hasta que choco con la estantería. Las yemas de mis dedos acarician lomos de libros. No encuentro nada con qué defenderme. Se ha vuelto loca, aunque quizás no sea su culpa, reconozco que la envidiaba. Siempre me ha gustado su pelo rubio. No éramos ni siquiera parecidas, aunque nuestra madre se esforzara en vestirnos igual. No sé por qué las princesas tienen que ser rubias. En los juegos yo tenía que hacer de sapo, de jorobado, de príncipe o de doncella. Esto último si me gustaba. Disfrutaba cepillándole el pelo, haciéndole trenzas. En los veranos íbamos a la casa de campo de los abuelos, pasábamos los días corriendo por la pradera, bañándonos en el río lejos de cuadernillos de cálculo, pizarras y clases de francés. Había un niño en el pueblo que me gustaba, se llamaba Andrés, era hijo del lechero. Todas las mañanas nos traía la leche en su bicicleta. Llegaba despeinado y se iba a toda prisa para terminar sus recados. A veces entraba en la cocina mientras la abuela hervía el cántaro y tomábamos una rebanada de pan con mantequilla. Tenía el iris del color del cielo. Me gustaba despertarme temprano y esperar que viniera. Cuando llegaba, apenas hablábamos, solo nos mirábamos como se miran los niños en la edad en la que el otro empieza a ser un desconocido, y los juegos se dividen por sexos, en una mezcla de atracción y rechazo. El día que ella entró en la cocina demandando su tostada, los ojos de Andrés dejaron de mirarme, entonces comprendí que siempre sería invisible. Invisible para todos y para todo. Cuando mi madre mostraba orgullosa la foto de comunión que tenía en el aparador, de sus dos hijas vestidas de blanco con un rosario en las manos, la gente solo veía a una sola niña, preciosa, cómo un ángel, decían. Incluso yo misma llegué a dudar si realmente existía. Pero eso no volverá a pasar. Ahora es distinto. Quiero volver a ser solo yo, única, por eso se enfada, y busco con la yema de los dedos algo con qué defenderme, mientras ella alza el brazo ensangrentado dispuesta a atacarme. Cojo un tomo de El Quijote justo cuando lanza el cristal hacia mí. Solo me da tiempo a agacharme y taparme la cabeza con el libro. El choque se produce en la estantería y una lluvia cortante cae encima mía como una explosión de pequeñas luces. Luego, irrumpe a llorar arrodillada en el suelo y me pregunta que por qué precisamente su prometido.
Le digo que en la vida no se puede tener todo, la belleza y la felicidad no son semejantes, como nosotras. Me voy dejándola allí, tan pequeña, rodeada de cristales, y su imagen poco a poco desaparece. Ahora es ella la que se ha vuelto invisible.




jueves, 12 de noviembre de 2015

El tigre agazapado


Podéis leer un nuevo relato pinchando en la siguiente imagen que es una fotocomposición de Chus Moreno Arévalo. Espero que os guste.








jueves, 8 de octubre de 2015

Número 10 de la revista Zoque



Os quiero presentar el nuevo número de Zoque, que es una revista de difusión gratuita. Ahora mismo se puede disfrutar en Internet y próximamente se publicará en papel para la ciudad de Málaga.          Tengo la suerte de participar por segunda vez con un relato que se llama "ALETEO" que podéis ver en el enlace siguiente.

Muchas gracias por el apoyo y el seguimiento que recibe el blog, intentaré continuar publicando aunque con menos frecuencia.








jueves, 26 de marzo de 2015

La Huída




Había cuatro hombres sentados alrededor de un fuego de débil llama. Encima de una piedra encendida se calentaba sopa en tazones de hojalata. Las estrellas miraban curiosas conscientes de ser protagonistas en la bóveda de la noche. Los matorrales escondían las pequeñas alimañas del monte; a veces se podía escuchar algún movimiento entre sus zarzas, claro y solitario, luego se apagaba para ser sustituido por algún grillo. A las faldas de la montaña, discurría un riachuelo que también participaba de los sonidos en la oscuridad. La húmeda roca caliza, insistía en competir con la tierra en calar los huesos de quienes no estaban preparados para sobrevivir a la sierra, olvidándose de las conchas milenarias que también formaban parte del sustrato del suelo. Uno de los hombres se retiró a un pequeño refugio hecho con troncos y ramas, a dormir.  Otro, se encendió un cigarrillo con una pequeña llama que quería subir hacia el firmamento. Tenía el pelo color ceniza despeinado de muchos días, le ofreció uno al hombre corpulento de su derecha que hizo un movimiento con la mano para declinar la invitación y sacar de una bolsa una armónica. Jemie, que estaba sentado enfrente lo aceptó, aspirando su aroma despacio. Le faltaba el dedo meñique de la mano derecha que escondía de las miradas indiscretas con unos guantes. En el metal del instrumento se reflejaba la lumbre.
—Sabes que no puedes tocarla.
—No voy a hacerlo, solo la miro e imagino la melodía.
—El camino que ha trazado Jacob no me parece seguro.
—Él lo conoce.
—Por su culpa he perdido un dedo.
Los tres guardaron silencio unos minutos como si quisieran dar espacio a las palabras, centrándose en el crepitar de la hoguera, mientras los troncos se volvían carbón.
—Creo que deberíamos seguir avanzando.
—Llevamos veinte días sin descansar. Podrías aprovechar, Simon y yo haremos la guardia.
—No me fío, prefiero quedarme.
—Cómo quieras, yo voy a echar una cabezada.
Levi apoyó su pelo color ceniza sobre la bolsa de Simon para paliar la dureza del suelo, mientras Jemie se levantó para mear detrás de unos matorrales. Simon empezó a susurrar las canciones que le hubiera gustado tocar esa noche.
La temperatura había descendido un par de grados, Jemie movía los dedos dentro de los guantes para ahuyentar el frío. Le pareció ver un destello de luz a lo lejos. Se cerró la cremallera y avanzó en silencio, temeroso del sonido de sus propios pasos. Podía oír claramente el transcurrir de las aguas del río allá abajo. Anduvo unos metros buscando aquel destello y esperó unos minutos. Nada. Quizás lo había imaginado. Se dio la vuelta y escuchó unos ladridos. Aceleró el paso. Al llegar a la hoguera, Levi y Simon estaban dormidos. Apagó las brasas y huyó.
Huyó sin rumbo, monte arriba, su intuición le decía que, desde la cima que no estaba lejos, podría ver mejor el camino hasta la frontera. Las piedras rodaban al pisarlas, los matorrales y ramas de los arbustos se quedaban con jirones de su pantalón, pero no tenía tiempo de borrar las pistas, no era él quien corría desesperadamente, era la supervivencia, que traicionera, dejaba atrás cuatro compañeros dormidos. Pensó, que así ganaría algo de tiempo. Experimentaba un leve regocijo al imaginar que Jacob iba a recibir su merecido, probablemente alguno de aquellos perros le arrancarían a él también algún miembro “Fue un accidente Jemie, no fue mi culpa” musitaba para sí, “menudo imbécil”. Se lo podía imaginar allí durmiendo bajo la tienda hecha de ramas, ajeno a lo que se le venía encima. Los demás lo veneraban, se creía que lo sabía todo, el mejor camino, el mejor momento para descansar o proseguir.
Avanzaba sin sendero. A medida que ascendía, su camino era más rocoso, a veces tenía que escalar y era cuando se acordaba de su dedo meñique, refunfuñaba y seguía adelante siempre con el miedo pisándole los talones. En la cima volvió la vista atrás. Le pareció ver unas luces, probablemente ya hubieran alcanzado a los otros. Oteó el horizonte trazando el camino de descenso hasta la frontera, corrió y rodó como si fuera otra piedra más ladera abajo. Había perdido un zapato. La fina tela del calcetín se empapaba de barro y rojo. Con el corazón en la boca, le parecía que no iba a alcanzar el destino que divisó desde la cima, detrás de una arboleda, un kilómetro lo separaba de la libertad, de la vida. Sin sentir los pies seguía corriendo. Tras la espesura podía ver unas luces, quizás fueran casas, pensaba, probablemente se encontraría con una alambrada o quizás un muro. Cuando creyó estar cerca, disminuyó el paso zigzagueando entre los troncos y el ramaje. Una linterna le apuntó directamente a los ojos y un perro se abalanzó contra él.

Simon oyó el sonido de un disparo a sus espaldas. Cuando cruzaron la frontera, una familia los escondió en su hogar. Escaparon cuando Levi despertó de repente al escuchar a lo lejos unos ladridos. Corrieron siguiendo a Jacob que los condujo todo el recorrido sin descanso. Jemie había desaparecido. No tuvieron tiempo de buscarlo.


Había tres hombres sentados alrededor de una chimenea de débil llama en un remoto pueblo de Eslovaquia. Una señora con pañuelo en la cabeza les sirvió sopa caliente en tazones de barro. Un hombre con el pelo color ceniza encendió un cigarro arrugado que sacó del bolsillo. El corpulento de su derecha comenzó a tocar una melodía en una armónica. Todos escuchaban absortos, confortados por el crepitar las llamas. En su brazo izquierdo, parecían bailar unos números tatuados al compás del instrumento. El amanecer les daba la bienvenida a través de los sucios cristales.




Foto: Sylwia Bartyzel 

domingo, 2 de noviembre de 2014

De un vasito de yogur

 



    De todas las aficiones que tenía, el pequeño huerto que había plantado en diversos cacharros era lo que más la llenaba. Los edificios envejecidos y la maraña de antenas que tapaban el horizonte, eran todo el paisaje que podía divisar desde su reducida terraza; y el verde lechuga, sumado al rojo tomate, eran los dos únicos colores que daban vida al gris del paisaje urbano.
     Poco a poco se fueron sumando más tonalidades a los vasitos de yogur y a las macetas recicladas. Tanto, que comer ensaladas se había vuelto, además de un placer, un orgullo conseguido con paciencia y dedicación.
     De un tiempo a esta parte, había notado que venían pajarillos a picar sus lechugas, y resolvió dar vida a Bautista. Lo vistió con camiseta, pantalón y sombrero, pintándole una enorme sonrisa que expresaba mofa o felicidad dependiendo del momento en que se mirara. Cumplió su cometido a la perfección, ningún ave que se preciara, osaba volar cerca de sus dominios. Incluso llegó a ser un experto hortelano, atreviéndose a valorar sobre qué semillas eran las mejores y en qué momento había que plantarlas. En ese punto tuvieron varias discusiones, y las ensaladas, en consecuencia, no sabían igual.
     Después de eso, su sonrisa socarrona había tomado un matiz perverso, o eso le pareció. Y algunas noches su silueta esperpéntica la despertaba aterrorizada, cuando el viento
soplaba fuerte y movía su camiseta hueca, llenándola y vaciándola, como si respirara tan fuerte que bailara al movimiento de los pulmones.
     La decisión le costó, pues él también había nacido de sus manos y de su huerto. Lo fue desvistiendo hasta dejarlo desnudo en dos palos atados en forma de cruz y una cara de trapo. Aún viéndose despojado de sus ropas y cercano a la muerte, su sonrisa indicaba desafío. Finalmente desapareció en el fondo de una bolsa de basura.
     Después de aquel incidente, las ensaladas retomaron el frescor que solo pueden tener las hortalizas recién recolectadas, aunque lechugas, tomates, escarolas y achicorias tuviera que compartirlas con algunos gorriones, que a cambio, aportaban vida al gris paisaje.



Foto:  Webvilla

miércoles, 8 de octubre de 2014

Arena y espada IV Final




 Tenía el cabello enlazado en pequeñas trenzas adornadas con flores silvestres, y un vestido de algodón azul adivinaba su figura desnuda. Se dejó poner brazaletes y un collar de piedras de colores provenientes de las cuevas de los acantilados. Las mujeres preparaban los regalos con los que obsequiaría a su futuro esposo, y ella observaba en silencio. Reflexionaba sobre el nuevo papel que debería desempeñar, ahora que no estaba su padre ni su hermano. Los thaadasis habían pedido una alianza, y los pocos sabios que quedaban, habían pactado su boda con el enemigo para asegurar la paz. Un tratado tan pobre que prometía el armisticio a cambio de su libertad y su dignidad como mujer; y sin embargo, ellos seguirían al otro lado del límite, donde no había vida natural, solo la fuerza del mar contra las rocas.
El cortejo nupcial había llenado las barcas de pétalos, de flores y telas de lana. Arena Blanca iba de pie en la canoa que presidía el trayecto. Su silueta y sus cabellos al viento se podían divisar desde la orilla, donde los thaadasis esperaban con cestas llenas de cereales y frutas. Al bajar de la barca, los presentes se inclinaron en señal de reverencia, y un joven alto se adelantó tendiéndole la mano. Avanzaron al compás de los cánticos que hablaban en otra lengua hasta que llegaron al poblado. Allí se intercambiaron los regalos de boda. En señal de confianza se ofrecieron mutuamente las armas, ella el arco y él la espada. El anciano mayor los bendijo y los presentes aclamaron a su nuevo thaadasar Eython el Pacificador, el tercero de su linaje y a su bella esposa, hija de Águila Blanca y heredera de su estirpe. La celebración duró hasta que no quedó más carne que comer, ni más sed que saciar.
Los novios se retiraron a la maloca y el sol terminó de ponerse por los árboles que rodeaban la laguna. Arena blanca permaneció inmóvil mientras veía a su esposo desnudarse. Tenía el cabello negro y la barba adornada con pequeñas arandelas. Su piel morena adquiría un color dorado a la luz de la vela que iluminaba la cabaña cubierta en pieles. Al ver aquel sexo al descubierto apartó la mirada. Eython se acercó a ella hasta que sus ojos se enfrentaron. La noche se cerró sobre el poblado y la candela terminó de consumirse. Fuera solo se escuchaba el suave cántico de una mujer que acunaba a un niño.


La primera madrugada de la boda del tercer Thaadasar amaneció bañada en sangre. La tribu de los asitas que habitaban más allá del límite, irrumpieron en el poblado asesinando a los thaadasis en sus propios camastros. Arena Blanca huyó del lecho nupcial al escuchar el sonido de los primeros cuernos, cuando la masacre estaba ya culminada, y el sabor amargo de la victoria regurgitaba a hiel.
Le había apartado los cabellos acariciando su piel, sosteniendo la daga en su cuello hasta que despertó desconcertado. La miró con dolor en los ojos. El dolor del amor que se sorprende traicionado, y Arena Blanca dudó. Su padre decía que las mujeres eran blandas para la guerra porque les padece el corazón al matar, y siempre quiso demostrarle lo contrario. La juzgaría desde el otro mundo si flaqueaba, pero Eython la apartó con fuerza de su lado sin que tuviera tiempo para reaccionar, saliendo precipitadamente al exterior preparado para la guerra. Se encontró con la desolación de los cuerpos de los suyos esparcidos por doquier. Arena Blanca oyó los gritos de rabia, y el choque de las espadas de la desesperación, hasta que desaparecieron dando lugar a los cuernos que anunciaron la victoria. Al escuchar el desenlace de lo inevitable, bajó la mirada posando entonces las manos sobre su vientre, y abandonó aquel lugar para siempre.

Los Asitas tras la victoria se asentaron al otro lado del laguna, pues decían que el suelo donde han yacido los muertos se queda maldito y solo trae desgracias a quienes lo habitan.
De aquella noche nació un varón, el último de los thaadasis, que vivió en la isla hasta el día de su décimo quinto cumpleaños. Cuando una tribu venida del norte del continente, subida en imponentes caballos, desembarcó en sus orillas. Invadió el territorio llevándolos hasta la practica extinción, como un ciclo de venganza que no se cierra; pues a lo largo de los siglos bárbaros, la condición de los pueblos, fue la conquista de la tierra, y de los hombres.




Foto: Forrest Cavale 

miércoles, 1 de octubre de 2014

Arena y espada III





 Las mañanas en el lado de oriente eran mucho mas cálidas y suaves que al margen de los acantilados. Aunque Eython nunca había estado en aquel lugar, los más viejos de la tribu aún recordaban cuando fueron ellos los exiliados. Allí la tierra era rocosa y árida, había poco pasto, y un enorme desierto se extendía a lo largo de toda la región, dejando como único recurso de subsistencia la pesca. Sin embargo ellos poseían árboles frutales, ganado y habían aprendido a cultivar el trigo. Tenían mejores barcos que los Asitas y navegaban hacía el continente, donde comerciaban con otros pueblos. Eython pensaba afianzar las relaciones comerciales y traer otras especies a la isla. Su padre una vez contó, que en un pueblo del norte vio hombres montados sobre animales de cabello largo veloces como el viento, más altos que él mismo y tan nobles como un halcón. Pensaba plantearlo al consejo algún día, pues ese no era el momento idóneo. Apartó la cortina de piel que tapaba la entrada de la maloca y todos los presentes se pusieron en pie para recibirlo. Avanzó ante ellos con solemnidad, como había visto tantas veces hacer a su padre y se sentó en la silla del Thaadasar. La asamblea dio comienzo y habló el anciano mayor.
—Oscuros tiempos se acercan. La victoria ha sido amarga y el pueblo esta cansado. Ciento cincuenta hermanos han cruzado hacia las tinieblas de la mano del dios de la muerte. Rezaremos por sus almas y veneraremos a nuestros dioses.
—Debemos estar preparados. En estos momentos somos más vulnerables y nuestros enemigos pueden aprovechar la situación —habló el primer guerrero.
—Los Asitas han perdido a su líder y a su sucesor en una misma batalla. No estarán en condiciones de preparar un nuevo ataque —dijo uno de los ancianos.
—Argabar tiene razón —indicó el anciano mayor,— es tiempo de buscar la paz. El adversario ha quedado en peores condiciones que nosotros. Las guerras han mermado nuestra población. Necesitamos una alianza entre las tribus.
Un murmullo de voces corrió por toda la estancia.
—Nunca hemos sellado un acuerdo desde que fuimos expulsados más allá del límite —afirmó una voz que predominó sobre las demás.
El anciano mayor levantó las manos pidiendo silencio.
—Mandaremos un emisario con las condiciones de la tregua y esperaremos la respuesta.

Eython intervino por primera vez para dar comienzo a las votaciones y un escriba fue trascribiendo en la piel de un ternero el primer tratado de paz de la nueva era, que finalmente, el Thaadasar firmó mojando su dedo en sangre.

Lee desde el principio

Foto: Forrest Cavale

martes, 23 de septiembre de 2014

Arena y espada II






 Era la primera vez que Arena Blanca acompañaba a su padre y a su hermano al combate, al contrario que las thaadasis, las mujeres Asitas sí eran combatientes. Habían atravesado los acantilados que limitaban con sus antiguas tierras sin ningún problema, lo cual significaba que los dioses estaban de su parte. En el campo abierto los esperaban más de doscientos hombres que aguardaban con sus rostros pintados de negro y sus lanzas sedientas de sangre. Su padre, Águila Blanca, se acerco al enemigo para parlamentar con Taython el Bravo. Era la costumbre, aunque desde que sus pueblos estuvieron enfrentados, nunca llegaron a algún acuerdo. Su hermano mayor le había advertido que permaneciera siempre a su espalda, que midiera sus pasos y que procurase no manejar la espada, solo las flechas. Cuando comenzó todo, ella junto a las demás mujeres quedaron atrás tensando los arcos. Después de la lluvia de lanzas que esquivaron con escudos de madera, la primera avanzadilla chocó en un estrépito de espadas que con sangre y miembros cercenados fueron cubriendo el suelo de rojo. Arena Blanca entre tanta confusión se le hacía complicado acertar al blanco desde lejos. No perdía a su hermano de vista, cubriendo su espalda en caso de necesidad hasta que la conmoción la dejó paralizada cuando la cabeza de su padre rodó por la hierba. Taython el Bravo levantó la espada y emitió un grito de victoria. Hinchados de coraje los thaadasis acometieron con más fuerza y su hermano anunció la retirada. En ese momento una laza atravesó su espalda y todo el universo se paró en un solo instante. La rabia que brotó del interior de Arena, se materializó en una flecha que surgió de su arco y dio de lleno en el corazón del Thaadasar que cayó al suelo escupiendo un regato de sangre.
Acometieron la huida aprovechando la confusión con el sabor de otra derrota, dejando atrás los cuerpos de sus hermanos que serían quemados por sus verdugos.
Los acantilados les dieron la bienvenida y el chocar de las olas contra las rocas en su estruendo, parecía la risa burlona de los dioses que, una vez más, los habían abandonado.


Foto: Artur Pokusin

lunes, 15 de septiembre de 2014

Arena y espada I







 Cien astas se irguieron veloces señalando al cielo. La primera de ellas, rasgó el firmamento y abrió el camino a una lluvia de lanzas que atravesaron el cuerpo sin piedad. La pequeña balsa se adentró en el lago al compás de unos tambores. En su estela callada, dejaba atrás los pétalos que se habían desprendido de la corona de flores que presidía la proa. Una flecha en llamas le dio de lleno en el pecho y al instante ardió todo. El dios de la guerra lo sentaría a la derecha de su trono. Era su derecho por linaje y valentía. Todos los presagios así lo afirmaron y las odas en su honor sonarían por varias generaciones.
Eython que observaba el crepitar de las llamas desde la orilla junto a su madre, había estado en la batalla. También después, cuando los cuerpos esparcidos cubrían de muerte los campos, y la pesada carga de apilar padres, hijos y hermanos para que el fuego purificara sus almas, se hacía más ardua que el mismo combate.
La balsa terminó de hundirse en el lago dejando el reflejo de las últimas llamas sobre el agua, y los tambores cesaron. Los asistentes volvieron en silencio a sus cabañas, con el luto en sus almas y la certeza de que la guerra aún no había acabado.

Eython caminó junto a su madre que aún lloraba en silencio. La mujer del Thaadasar no debía mostrar debilidad, ni siquiera por la muerte de su esposo. Era la filosofía de los Thaadar, el pueblo del que ahora heredaría el título de su padre. Temía no estar a la altura. Su abuelo Maython el Grande había conquistado a los Asitas las tierras de oriente de la isla donde siempre habían vivido, les pertenecían por derecho. Su padre Taython el Bravo, trajo el progreso a la agricultura, al comercio y la ganadería, mantuvo a los invasores al margen de sus tierras, más allá del límite, donde los acantilados eran tan salvajes que atravesarlos hacían muy penosos los intentos de escaramuzas. Y aún en esta última batalla, donde había caído con honor, llevándolos una vez más a la victoria, había demostrado ser digno de su título. Ahora estaría sentado a la derecha del dios de la guerra, observando todas sus decisiones. Eython dejó que su madre adelantara sus pasos y volvió la vista atrás hacia el lago. La caída de la noche había cubierto de oscuridad el firmamento, y el agua había terminado de engullir los últimos vestigios de la barca. La luna ajena a la escena, hacía su primera aparición detrás de los árboles para elevarse por encima de la laguna.


Foto: Tanvi Malik


miércoles, 23 de abril de 2014

Algas azules



Dedos, manos y brazos mudaron en piedra desde la uña hasta el hombro con insólita velocidad. Dafnis veía como de pies a la cabeza se iba transformando en una escultura. Gritó su nombre, gritó el perdón, pero no hubo marcha atrás. El último alarido recorrió su garganta rocosa para salir rebotado en forma de eco. Convertido en piedra para la posteridad, pastor de pastores y padre de la poesía bucólica, permaneció indemne a la erosión como advertencia y expiación de su infidelidad.
Lice le advirtió: si entras en mi manantial fundiéndote conmigo no deberás tomar jamás a otra mujer. Cegado por su hermosura bebió y penetró en sus aguas. Nunca había visto a una náyade. Entre los pastores se contaban historias de ninfas que habitaban en fuentes, pozos, arroyos y riachuelos; y aquella criatura, al aparecer ante sus ojos, le inspiró toda la belleza del universo concentrada en un solo instante, y le juró amor eterno.
Meses de dulce delirio disfrutó junto a ella. Artemisa otrora, inspiración de su poesía, envidió a la ninfa por ser numen de sus cantares y oído de su siringa.
 Al adentrarse en el manantial se fundía entre miles de diminutas algas azules, destellos de luz, oxígeno y linfa, y allí permanecía horas, lejos del mundo humano.
Lo terrenal lo tentó, y ni las musas que le inspiraban el amor a la poesía pudieron protegerlo de la maldición ligada a su juramento.
Dicen que fue una princesa que lo emborrachó nublando su seso y entendimiento.
La náyade despechada del afecto, no volvió a mostrarse ante un humano, y si alguno osó admirarla por fugaz descuido, quedó ciego, no pudiendo volver a contemplar belleza prohibida.



 William Waterhause. Eco y Narciso


miércoles, 19 de marzo de 2014

Sombrilla de encaje



Los gritos se escuchaban desde el patio de la casa. Los geranios se estremecían con los alaridos, dejando caer lágrimas de rocío que habían cuajado en sus pétalos esa madrugada. Una de las criadas atravesó el patio corriendo con una jofaina llena de agua. En el piso de arriba, una cama, un sillón de parto y una cuna, eran testigos silentes de una escena que se repetía desde hacía tres generaciones.
En el gabinete contiguo el joven marido y su padre esperaban. Se habían casado justo hacía ocho meses. La vio por primera vez paseando por el Parque de la Alameda resguardada del sol bajo una sombrilla de encaje. Las luces y sombras que se dibujaban en su rostro efecto del parasol atrajo la atención del joven, y una mirada escapada, seguida de una sonrisa disimulada tras un pañuelo, despertó su corazón desde ese día. Ocho meses de amor no eran suficientes.
El médico todavía no había aparecido. La comadrona hacía lo suyo. El joven marido aguardaba fumando. La puerta del dormitorio daba paso a los gritos que salían del interior. Las cortinas, que escondían la habitación de las miradas de los curiosos, pigmentaban de un color cálido la estancia. La cuna esperaba.
Un sonido de murmullos provenientes de la entrada, dieron paso al médico que atravesó el patio apresurado. La puerta se cerró tras él y los gritos cesaron.
Los geranios quedaron expectantes libres de la humedad de la noche y reconfortados por los primeros rayos de sol que comenzaban a llenar el patio.
El silencio se proclamó rey por un breve periodo de tiempo hasta que fue destronado por los sollozos del joven esposo. Un barullo de pisadas bajó por las escaleras despidiéndose en soportal.
En el piso superior, el dormitorio testigo de los alumbramientos de tres generaciones, convino oscuro de luto. Una persiana de esparto relevaba a las cortinas en el cometido de esconder y envolvía en sombra los escasos objetos de la habitación. El sillón de parto presumía siniestro, su cuero gastado diría adiós a la última progenie por decisión del esposo. La cama de forja, como balsa de agua estancada, guardaba bajo sus sábanas a una joven dormida; y la cuna vacía, seguía esperando. Sobre ella reposaba, la ropita que había pensado ponerle.


Manuel García Rodríguez. Museo Carmen Thyssen Málaga


jueves, 6 de marzo de 2014

Racimo de frutas



Yo, de escritor, sería de los números uno, tengo tantas historias que contar, que juntándolas, podría componer el libro más extenso jamás escrito. A mis setenta y dos años, puedo decir que he visto y vivido el mundo en su totalidad; y aunque el todo suene inabarcable, créame usted que no es así, permanece tan palpable que lo único que necesita es alargar las manos y tocar. La vida se ofrece como un ramo de fruta madura convidándonos a darle un mordisco; y bien por prejuicios, miedos, o simplemente por  no mantener los ojos abiertos, lo dejamos podrirse a nuestro paso, sin darnos cuenta que todo cuanto queríamos, ya nos lo habían ofrecido. Como le pasó a Carmen Segura Lerín que de pequeña llamaban “lagunilla” porque andaba todo el día jugando en los barros de la laguna, y de mayor cambió el cieno por los hábitos blancos que se encargaba de lavar ella misma, junto con todos los de sus hermanas. 
Tendía en el patio de la cartuja que se tornaba del verde de los naranjos al blanco de las telas al sol. Pasó la vida entre jabones y tablas de lavar esforzándose por limpiar cada mancha, cada mota de barro de las bajeras de las túnicas. Cuando murió dejó escritas sus últimas voluntades. Las hermanas cartujas debatieron si era correcto a los ojos del Señor, complacer a Sor Carmen en sus peticiones. Finalmente la enterraron como había encargado, desnuda sin ataúd. Solo la taparon con un pequeño paño, mientras la tierra caía sobre su cuerpo, volvía a sus orígenes, donde siempre había querido estar.
Ya le digo que no sabemos lo que queremos, o creemos saberlo pero estamos errados en nuestras suposiciones. Fíjese lo que le ocurrió a don Antonio López de Escobar. Como era de familia pudiente lo mandaron a estudiar a Salamanca. Se doctoró honoris causa en derecho y se propuso salvar el mundo de injusticias y atropellos. Hizo gran fortuna y casó con una prima en matrimonio arreglado. A la puerta de los juzgados fue apuñalado por un prófugo que condenara en sus primeros años de profesión. En su lecho de muerte confesó a su esposa que siempre había deseado ser el bibliotecario de su pueblo.
Querido amigo, de la cantidad de opciones que nos da a elegir la vida, escogemos como mejor sabemos. Yo de escritor, que tengo infinidad de historias que narrar, no le hubiera llegado a la base del busto. Y usted que escucha, aunque sea de bronce; las palomas y los bancos de este parque, sean testigos de lo que cuento.
De la vida he aprendido a coger las frutas maduras, justo en el punto en que el color tizna hacia dulce.

Foto: Yassy  Onyae

miércoles, 26 de febrero de 2014

Guante largo de satín


La ropa ordenada en perfecta sintonía con el vestidor, pinta de colores las estanterías. Colgados en las perchas, vestidos, abrigos de piel, camisas de seda, invitan a vestirse para el carnaval de la vida.
Marieta dudosa, observa y decide mientras acaricia los vestidos con sus dedos.
—El brillo de las lentejuelas se mezclará con el rojo carmín y pondrá la pincelada de glamour a esta noche.
—Da igual, nadie se fijará en ti.
—He pensado, que mejor que lentejuelas, tengo un vestido de raso negro, como el de Rita en “Gilda”.
—Tú estás más gorda.
—Además, conservo unos guantes largos de satín en algún sitio. Deben de estar por aquí…
Marieta empieza a buscar en unas cajas en el altillo.
—¡Mira lo que acabo de encontrar! Un broche esmeralda. Le dará un toque de color al negro. ¿No te parece precioso?
Luciano alza los ojos por encima de sus gafas de lectura y responde:
—Me parece uno más de todos los que tienes.
—Aunque he pensado, que las lentejuelas son más apropiadas que el raso. Es una fiesta alegre. Las puedo combinar con una estola de piel. ¿Tú que opinas?
—Sabes que no me gusta que lleves encima bichos muertos.
—Me he decidido. Lentejuelas y estola —Muy despacio, como si de un ritual se tratara,  se sienta en el tocador y comienza a cepillarse el cabello—. Solo me queda decidir que tipo de recogido quiero. El italiano siempre me ha sentado bien.
Los mechones se escurren entre sus dedos que hábilmente manejan horquillas y enlazan bucles en una composición perfecta, fruto del hábito conseguido en noches de fiesta y glamour.
Al pintar de carmín sus labios, una línea roja se sale del trayecto trazado, dividiendo en dos la mejilla.
Los destellos del vestido reflejados en el espejo del tocador, no impiden ver a Luciano, una lágrima que se escapa entre arrebol y el afeite del rostro.
—No llores...
 Le acaricia el cabello blanco, mientras deshace el recogido, quitando una por una las horquillas que tan bien estaban colocadas, para comenzar a desmaquillarla. Marieta se deja hacer como si de un muñeco de trapo se tratara. Solo opone una leve resistencia cuando Luciano intenta colocarle el pijama.
—Ha sido una fiesta maravillosa querido —dice con la mirada perdida—. El vestido de lentejuelas ha sido todo un acierto. Mañana nos han invitado a otra, iremos después de la ópera.
—Sí, claro que sí. Y elegiremos otro vestido, quizás el de raso negro, o el de seda; el que compramos en china. Con cualquiera de ellos serás la más bella.

Luciano, la arropa como cada noche y vela por sus sueños. Sueños que viajan a tiempos pasados, cautivos seniles del encanto y la seducción; que han cambiado una lágrima desorientada, por una suave sonrisa al soñar.




viernes, 7 de febrero de 2014

Entre azul y azabache

Este es el relato que da titulo al blog, gracias por las miradas. 



Se le cayó el alma de las manos y con estrépito de cristales, se desparramó por el suelo. Patidifusa, permaneció mirando aquel estropicio etéreo y cósmico. Quedó todo esparcido de diminutos fragmentos teñidos del color de la aflicción. Algunos tornaban azúleos, otros azabache. Cuando volvió en sí, con lágrimas en los ojos, se agachó para recoger toda aquella calamidad. Guardaría los destrozos en una bolsa escondida, donde solía echar todos aquellos inefables residuos. Con las manos doloridas, se puso una vez más, a limpiar. Limpiaba baños, cocinas, el colegio, la iglesia, las casas de las señoras y los señores. Limpiaba mocos, ropa, pañales, caras sucias, y además, limpiaba los pedazos que le iban quedando de su voluntad. Ese día estaba cansada. Cansada y con el alma rota. Las últimas noticias que le había traído la Anselma, la habían deshecho en un efluvio contristado de lágrimas y desazón.
La Anselma era de las pocas afortunadas en el pueblo que tenían teléfono en casa. Había llegado en la mañana gritando, con los brazos en alto, la cara descompuesta. La señora se molestó con tanto grito, y la mandó con muy malos modos a callar. Ni una pizca de compasión en su rostro cuando oyó aquel infortunio. Con la mirada insensible y el rostro afilado, salió de la habitación dejando a la Anselma en un charco de nervios y alaridos comprimidos; y a María mirando atónita al suelo y con los ojos llenos de lágrimas.
De todos modos, ya estaba acostumbrada a los embistes del azar. Se recompondría e iría a hablar con la señora para que le diera permiso para ir a la capital. Puede que su Antonio no estuviera tan mal, la Anselma solía ser excesiva en sus descripciones. Puede que sólo tuviera una pierna rota, o un brazo roto, o quizás solo una costilla. Se limpió las lágrimas con el dorso de la mano, volvió a dejar la bolsa con los trozos de alma oculta; y se dirigió a la sala para pedir su permiso. La señora fingió estar muy ocupada revisando unos papeles cuando María entró en la estancia. Sin levantar la mirada del escritorio dijo: “Si me vas a preguntar si te doy licencia para ir a ver a tu marido a la capital, ya te digo, que no. Sabes que estoy muy ocupada. Los niños son muy pequeños. No me puedo quedar sola con ellos”.
Salió de la estancia tal y como había entrado, en silencio. Camino de la cocina se quitó el delantal, y se dirigió a la puerta de salida. En el recorrido, oía sin escuchar lloros de niños en el patio. Dejaba atrás toda una vida de servidumbre entregada a la familia. Se dedicaría a cuidar de su Antonio el tiempo que estuviera convaleciente. En estos momentos la necesitaba. Ya no recordaba cuando fue la última vez que estuvieron más de un día juntos.
En el camino de polvo y tierra que llevaba a su casa, los latidos de su corazón se acompasaban con el ritmo de sus pasos. Se precipitaban en acelerando al recrear en su imaginación a su Antonio lleno de moratones por la caída. Iba rezando a Dios porque estuviera bien y pudiera traérselo pronto. La brisa que escapaba de entre los viñedos del señorito, le colmaba los pulmones de un olor a pasa dulce y la distraía de ansiosas cavilaciones. Evocaba una sensación de libertad que hacía mucho que no había sentido. Se dedicaría a cuidar de su Antonio. Todo el tiempo que hiciera falta. Y por primera vez en su vida, también de ella misma. Recordó los trocitos de alma que tenia ocultos en la bolsa. Los repararía durante el viaje. Tanto tiempo con el alma rota. Ya era hora de recomponerla.




viernes, 24 de enero de 2014

Humo


La abuela no quiere que eche orugas a las gallinas. Dice que no son gusanos de verdad, que algún día se convertirán en mariposas y pondrán los colores al verde de la hierba. Tampoco quiere que tire piedras al río, dice que espanto a las truchas y puedo enfadar al guardián del valle. Marcelo cree que son inventos de vieja, pero Paquito asegura que su primo lo vio escondido entre los árboles con una escopeta y un gorro.
Marcelo es un poco cagueta, fue el primero que echó a correr al escuchar un ruido tras  los matorrales. Tiramos piedras al olmo de en medio del bosque. Teníamos la ilusión de ver al guardián, pero Marcelo salió corriendo al primer ruido y nosotros salimos detrás. Luego vino la discusión, que quien es el más cobardica, y el que estropea todos los planes. No nos ponemos de acuerdo.
Peleamos de vez en cuando. Son mis dos amigos del pueblo. Los veo todos los veranos cuando mis padres me dejan con mis abuelos. Nos bañamos en una alberca a escondidas. La abuela dice que es de don Anastasio, pero nosotros nunca hemos visto a nadie por allí.
Lo mejor del pueblo son las noches, nos sentamos en el porche a cenar sopa para la gripe escuchando a los grillos, para terminar contando cuentos y jugando al ajedrez con el abuelo.
El verano termina y mis padres no han vuelto para llevarme a casa. Voy a empezar aquí el colegio. Con Marcelo y Paquito en clase, todo será más divertido. La abuela dice que mis padres volverán en navidad con un montón de regalos.

Dejo el diario a un lado. Infinidad de recuerdos de infancia se mezclan en mi mente para deshacerse en polvo de humo cuando la abuela aprieta mi mano. Siete horas de velatorio dejan surcos en mis ojeras. La vida, en una jugada criminal, da jaque mate al abuelo en su póstuma partida.
Un reguero de gente sigue pasando ante nosotros con la cadencia de las manecillas de un reloj. Ha venido Marcelo, no lo he reconocido en un principio. El tiempo pasa más rápido para algunos; para otros, se puede detener en un instante eterno, como el mío cada navidad. La abuela decía que mis padres se perdieron de camino a Laponia cuando fueron a dejar mi encargo de regalos para papa Noel.
Ahora, mientras sostengo su mano no sé qué decirle. Responde con la cabeza hundida al pésame de los vecinos, que llena la sala en un susurro monótono de besos.
Los primeros rayos del amanecer hacen celosías de colores a través de las ventanas. No acierto a calcular cuanto tiempo llevo dormido. A penas queda gente en la sala. Volverán para el entierro. La abuela está inclinada junto al féretro, se levanta y me lleva hacia la cocina. Dice que el abuelo volverá en las noches de verano, cuando estemos sentados en el porche escuchando los grillos, solo tendremos que mirar hacia las estrellas.


Foto: Zugr


miércoles, 15 de enero de 2014

Hilos de oro


Entró en el patio como había salido, gritando. Por eso en aquel momento nadie le prestó atención. Había tenido una discusión de pimientos y calabazas con la cocinera, y a sus setenta y dos años, una vida de servilismo, y pese a ser la nodriza de una familia tan noble, todo el mundo pasaba por alto sus quejas y desvaríos.
Sólo la joven dama al sentir de la palabra “duelo”, dejó caer la aguja y el hilo de oro del bordado que tenía en su regazo.
Don Juan, amante que no amado, afortunado pretendiente elegido y Don Fernando, amado sin un real, se batían en duelo. Uno por honor, otro por despecho.

La mañana amanecía mojada. De espaldas a los muros de la ciudad los padrinos examinaban minuciosamente las espadas. A la lectura del código del duelo, los contrincantes cruzaban miradas en silencio. Hasta los cuervos que revoloteaban por aquellos campos, posaban silentes en las ramas como espectadores improvisados.
A la señal, el primer choque de espadas rompió el mutismo de la escena. Pájaros negros volaron dejando desnudas ramas otoñales. Don Fernando embestía con mayor fuerza que su rival que se zafaba con dificultad. Aunque de profesión noble holgazán y poeta de tabernas,  se veía obligado a utilizar la espada en cualquier ocasión que sus correrías nocturnas demandaban. Y era ducho en ella. En cambio don Juan, noble refinado de pañuelo y perfume de almizcle, usaba menos de manejarla, y el cansancio que le causaba frenar las acometidas de su rival, menguaba su coraje.
Cayó al suelo por un golpe certero. En las pupilas de don Fernando vio reflejada su muerte cuando este levantaba la espada por encima de su cabeza. El acero comenzó a bajar como la hoja de una guillotina, pero don Juan desde el suelo, en un impulso vital, cortó de un tajo el tobillo de su oponente.

Lagrimas sin consuelo caían sobre el lino bordado. En espera del desenlace, la dama encerrada en su alcoba rezaba a la costumbre de la época, acompañada por una doncella que iba y venía siempre dispuesta a refrescarla en previsión de un posible desmayo. La nodriza entró rauda. Con la respiración entrecortada, repetía una y otra vez el nombre de don Juan, y no acertaba a decir nada más. La dama inquieta preguntaba la suerte de don Fernando. La respuesta causó el desmayo esperado.
Hilos de oro en madejas deshechas cayeron al suelo. En el lienzo, un bordado sin acabar mostraba una ofrenda: “A mi amado Fernando, por siempre en mi corazón, hasta después de la muerte”


Foto: Kundan Ramisetti


viernes, 3 de enero de 2014

La paz del desierto



Cuando sopla el viento en la ventana, hace un ruido como si pegaran a la puerta. Por eso, en los días ventosos dejo la cristalera abierta, para que el aire sea bienvenido en mi casa. Viene cargado de olor a mar, pero si llega de más lejos, trae aromas de otras tierras, de otras gentes; silbando historias de otras vidas, de otros mundos.
Anoche pegó en mi ventana y lo dejé entrar. Al momento se llenó la sala de una brisa caliente. Venía desde muy lejos. Tomé asiento dejándolo descansar de tan largo viaje. Comenzó a susurrar un vientecillo que se fue transformando en historia.
El oasis de Sihlav ha desaparecido, se ha llevado consigo los dátiles, las palmeras y el agua. El viento ha recorrido la región, filtrándose en cada roca, en cada grano de arena; subiendo cada duna sin encontrarlo. Le ha preguntado a los beduinos, que han respondido que se lo ha llevado la guerra. Se han compadecido de su suerte. Ya no tienen oasis donde descansar de sus viajes y el jefe del clan “el sayyid” ha enfermado por la causa. Le han preguntado al viento si conoce de un médico que cure sus males, pues no son de la edad, ni de las penurias del desierto, sino de la conciencia. Ha perdido a su hija. A su hija y al oasis.
El amor no entiende de clanes, ni de rencillas familiares. El amor no atiende a las razones de los viejos, ni a las prohibiciones de los padres. El oasis tampoco entiende de esto. Desde tiempos remotos, por las leyes del desierto, está prohibido que la guerra entre en el palmeral. La hija del “sayyid”  huyo con un joven del clan enemigo ocultándose en el oasis con la esperanza de preservar su amor de la guerra.
Pero con la entrada de las primeras armas, el desierto se lo tragó todo con ellos dentro. Ni agua, ni palmeras, ni dátiles, ni amor. Sólo quedó arena.
El viento sigue buscándolo recorriendo palmo a palmo la región arábiga, quizás lo encuentre en otro lugar, en otro desierto, allí dónde dos jóvenes puedan amarse.
Si al dejar mi ventana abierta, mi habitación se llena de un aire cálido con olor a dátil, sabré que lo ha encontrado y solo tendré que sentarme a escuchar su fascinante historia.


Foto: Tim de Groot