Entró en el patio como había
salido, gritando. Por eso en aquel momento nadie le prestó atención. Había
tenido una discusión de pimientos y calabazas con la cocinera, y a sus setenta
y dos años, una vida de servilismo, y pese a ser la nodriza de una familia tan
noble, todo el mundo pasaba por alto sus quejas y desvaríos.
Sólo la joven dama al sentir de
la palabra “duelo”, dejó caer la aguja y el hilo de oro del bordado que tenía
en su regazo.
Don Juan, amante que no amado,
afortunado pretendiente elegido y Don Fernando, amado sin un real, se batían en
duelo. Uno por honor, otro por despecho.
La mañana amanecía mojada. De
espaldas a los muros de la ciudad los padrinos examinaban minuciosamente las
espadas. A la lectura del código del duelo, los contrincantes cruzaban miradas
en silencio. Hasta los cuervos que revoloteaban por aquellos campos, posaban
silentes en las ramas como espectadores improvisados.
A la señal, el primer choque de
espadas rompió el mutismo de la escena. Pájaros negros volaron dejando desnudas
ramas otoñales. Don Fernando embestía con mayor fuerza que su rival que se
zafaba con dificultad. Aunque de profesión noble holgazán y poeta de
tabernas, se veía obligado a utilizar la
espada en cualquier ocasión que sus correrías nocturnas demandaban. Y era ducho
en ella. En cambio don Juan, noble refinado de pañuelo y perfume de almizcle,
usaba menos de manejarla, y el cansancio que le causaba frenar las
acometidas de su rival, menguaba su coraje.
Cayó al suelo por un golpe certero.
En las pupilas de don Fernando vio reflejada su muerte cuando este levantaba la
espada por encima de su cabeza. El acero comenzó a bajar como la hoja de una
guillotina, pero don Juan desde el suelo, en un impulso vital, cortó de un tajo
el tobillo de su oponente.
Lagrimas sin consuelo caían sobre
el lino bordado. En espera del desenlace, la dama encerrada en su alcoba
rezaba a la costumbre de la época, acompañada por una doncella que iba y venía
siempre dispuesta a refrescarla en previsión de un posible desmayo. La nodriza
entró rauda. Con la respiración entrecortada, repetía una y otra vez el nombre
de don Juan, y no acertaba a decir nada más. La dama inquieta preguntaba la
suerte de don Fernando. La respuesta causó el desmayo esperado.
Hilos de oro en madejas deshechas
cayeron al suelo. En el lienzo, un bordado sin acabar mostraba una ofrenda: “A
mi amado Fernando, por siempre en mi corazón, hasta después de la muerte”
Me ha gustado! Has sabido mantener la tensión hasta el último momento. Además de que tengo debilidad por estas historias de capa y espadas...
ResponderEliminarBesotes!!!
Ooooh!! Este relato es chulísimo, me ha gustado leerlo (que siempre te detienes más que de oídas) sigo con la imagen de los pájaros silentes en las ramas. En este caso creo que la voz de la narración es justo la necesaria para las escenas que se narran y el final, estupendo. Enhorabuena :)
ResponderEliminarUn beso
Me enacntó, visualicé perfectamente el momento. Es magnífico. Un besote!
ResponderEliminarUn relato precioso, la verdad es que me ha gustado toda la narración, y me has tenido intrigada hasta el final.
ResponderEliminarUn saludo :)