miércoles, 15 de enero de 2014

Hilos de oro


Entró en el patio como había salido, gritando. Por eso en aquel momento nadie le prestó atención. Había tenido una discusión de pimientos y calabazas con la cocinera, y a sus setenta y dos años, una vida de servilismo, y pese a ser la nodriza de una familia tan noble, todo el mundo pasaba por alto sus quejas y desvaríos.
Sólo la joven dama al sentir de la palabra “duelo”, dejó caer la aguja y el hilo de oro del bordado que tenía en su regazo.
Don Juan, amante que no amado, afortunado pretendiente elegido y Don Fernando, amado sin un real, se batían en duelo. Uno por honor, otro por despecho.

La mañana amanecía mojada. De espaldas a los muros de la ciudad los padrinos examinaban minuciosamente las espadas. A la lectura del código del duelo, los contrincantes cruzaban miradas en silencio. Hasta los cuervos que revoloteaban por aquellos campos, posaban silentes en las ramas como espectadores improvisados.
A la señal, el primer choque de espadas rompió el mutismo de la escena. Pájaros negros volaron dejando desnudas ramas otoñales. Don Fernando embestía con mayor fuerza que su rival que se zafaba con dificultad. Aunque de profesión noble holgazán y poeta de tabernas,  se veía obligado a utilizar la espada en cualquier ocasión que sus correrías nocturnas demandaban. Y era ducho en ella. En cambio don Juan, noble refinado de pañuelo y perfume de almizcle, usaba menos de manejarla, y el cansancio que le causaba frenar las acometidas de su rival, menguaba su coraje.
Cayó al suelo por un golpe certero. En las pupilas de don Fernando vio reflejada su muerte cuando este levantaba la espada por encima de su cabeza. El acero comenzó a bajar como la hoja de una guillotina, pero don Juan desde el suelo, en un impulso vital, cortó de un tajo el tobillo de su oponente.

Lagrimas sin consuelo caían sobre el lino bordado. En espera del desenlace, la dama encerrada en su alcoba rezaba a la costumbre de la época, acompañada por una doncella que iba y venía siempre dispuesta a refrescarla en previsión de un posible desmayo. La nodriza entró rauda. Con la respiración entrecortada, repetía una y otra vez el nombre de don Juan, y no acertaba a decir nada más. La dama inquieta preguntaba la suerte de don Fernando. La respuesta causó el desmayo esperado.
Hilos de oro en madejas deshechas cayeron al suelo. En el lienzo, un bordado sin acabar mostraba una ofrenda: “A mi amado Fernando, por siempre en mi corazón, hasta después de la muerte”


Foto: Kundan Ramisetti


4 comentarios:

  1. Me ha gustado! Has sabido mantener la tensión hasta el último momento. Además de que tengo debilidad por estas historias de capa y espadas...
    Besotes!!!

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  2. Ooooh!! Este relato es chulísimo, me ha gustado leerlo (que siempre te detienes más que de oídas) sigo con la imagen de los pájaros silentes en las ramas. En este caso creo que la voz de la narración es justo la necesaria para las escenas que se narran y el final, estupendo. Enhorabuena :)
    Un beso

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  3. Me enacntó, visualicé perfectamente el momento. Es magnífico. Un besote!

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  4. Un relato precioso, la verdad es que me ha gustado toda la narración, y me has tenido intrigada hasta el final.
    Un saludo :)

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