Era la primera vez que Arena Blanca acompañaba a su padre y a su
hermano al combate, al contrario que las thaadasis, las mujeres
Asitas sí eran combatientes. Habían atravesado los acantilados que
limitaban con sus antiguas tierras sin ningún problema, lo cual
significaba que los dioses estaban de su parte. En el campo abierto
los esperaban más de doscientos hombres que aguardaban con sus
rostros pintados de negro y sus lanzas sedientas de sangre. Su padre,
Águila Blanca, se acerco al enemigo para parlamentar con Taython el
Bravo. Era la costumbre, aunque desde que sus pueblos estuvieron
enfrentados, nunca llegaron a algún acuerdo. Su hermano mayor le
había advertido que permaneciera siempre a su espalda, que midiera
sus pasos y que procurase no manejar la espada, solo las flechas.
Cuando comenzó todo, ella junto a las demás mujeres quedaron atrás
tensando los arcos. Después de la lluvia de lanzas que esquivaron
con escudos de madera, la primera avanzadilla chocó en un estrépito
de espadas que con sangre y miembros cercenados fueron cubriendo el
suelo de rojo. Arena Blanca entre tanta confusión se le hacía
complicado acertar al blanco desde lejos. No perdía a su hermano de
vista, cubriendo su espalda en caso de necesidad hasta que la
conmoción la dejó paralizada cuando la cabeza de su padre rodó por
la hierba. Taython el Bravo levantó la espada y emitió un grito de
victoria. Hinchados de coraje los thaadasis acometieron con más
fuerza y su hermano anunció la retirada. En ese momento una laza
atravesó su espalda y todo el universo se paró en un solo instante.
La rabia que brotó del interior de Arena, se materializó en una
flecha que surgió de su arco y dio de lleno en el corazón del
Thaadasar que cayó al suelo escupiendo un regato de sangre.
Acometieron la huida aprovechando la confusión con el sabor de otra
derrota, dejando atrás los cuerpos de sus hermanos que serían
quemados por sus verdugos.
Los acantilados les dieron la bienvenida y el chocar de las olas
contra las rocas en su estruendo, parecía la risa burlona de los
dioses que, una vez más, los habían abandonado.
Foto: Artur Pokusin