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martes, 23 de septiembre de 2014

Arena y espada II






 Era la primera vez que Arena Blanca acompañaba a su padre y a su hermano al combate, al contrario que las thaadasis, las mujeres Asitas sí eran combatientes. Habían atravesado los acantilados que limitaban con sus antiguas tierras sin ningún problema, lo cual significaba que los dioses estaban de su parte. En el campo abierto los esperaban más de doscientos hombres que aguardaban con sus rostros pintados de negro y sus lanzas sedientas de sangre. Su padre, Águila Blanca, se acerco al enemigo para parlamentar con Taython el Bravo. Era la costumbre, aunque desde que sus pueblos estuvieron enfrentados, nunca llegaron a algún acuerdo. Su hermano mayor le había advertido que permaneciera siempre a su espalda, que midiera sus pasos y que procurase no manejar la espada, solo las flechas. Cuando comenzó todo, ella junto a las demás mujeres quedaron atrás tensando los arcos. Después de la lluvia de lanzas que esquivaron con escudos de madera, la primera avanzadilla chocó en un estrépito de espadas que con sangre y miembros cercenados fueron cubriendo el suelo de rojo. Arena Blanca entre tanta confusión se le hacía complicado acertar al blanco desde lejos. No perdía a su hermano de vista, cubriendo su espalda en caso de necesidad hasta que la conmoción la dejó paralizada cuando la cabeza de su padre rodó por la hierba. Taython el Bravo levantó la espada y emitió un grito de victoria. Hinchados de coraje los thaadasis acometieron con más fuerza y su hermano anunció la retirada. En ese momento una laza atravesó su espalda y todo el universo se paró en un solo instante. La rabia que brotó del interior de Arena, se materializó en una flecha que surgió de su arco y dio de lleno en el corazón del Thaadasar que cayó al suelo escupiendo un regato de sangre.
Acometieron la huida aprovechando la confusión con el sabor de otra derrota, dejando atrás los cuerpos de sus hermanos que serían quemados por sus verdugos.
Los acantilados les dieron la bienvenida y el chocar de las olas contra las rocas en su estruendo, parecía la risa burlona de los dioses que, una vez más, los habían abandonado.


Foto: Artur Pokusin