Este es el relato que da titulo al blog, gracias por las miradas.
Se le cayó el alma de las manos y con estrépito de cristales, se desparramó por el suelo. Patidifusa, permaneció mirando aquel estropicio etéreo y cósmico.
Quedó todo esparcido de diminutos fragmentos teñidos del color de la aflicción. Algunos tornaban azúleos, otros azabache.
Cuando volvió en sí, con lágrimas en los ojos, se agachó para recoger toda aquella calamidad. Guardaría los destrozos en una bolsa escondida, donde solía echar todos aquellos inefables residuos.
Con las manos doloridas, se puso una vez más, a limpiar. Limpiaba baños, cocinas, el colegio, la iglesia, las casas de las señoras y los señores. Limpiaba mocos, ropa, pañales, caras sucias, y además, limpiaba los pedazos que le iban quedando de su voluntad.
Ese día estaba cansada. Cansada y con el alma rota. Las últimas noticias que le había traído la Anselma, la habían deshecho en un efluvio contristado de lágrimas y desazón.
La Anselma era de las pocas afortunadas en el pueblo que tenían teléfono en casa. Había llegado en la mañana gritando, con los brazos en alto, la cara descompuesta. La señora se molestó con tanto grito, y la mandó con muy malos modos a callar. Ni una pizca de compasión en su rostro cuando oyó aquel infortunio. Con la mirada insensible y el rostro afilado, salió de la habitación dejando a la Anselma en un charco de nervios y alaridos comprimidos; y a María mirando atónita al suelo y con los ojos llenos de lágrimas.
De todos modos, ya estaba acostumbrada a los embistes del azar. Se recompondría e iría a hablar con la señora para que le diera permiso para ir a la capital. Puede que su Antonio no estuviera tan mal, la Anselma solía ser excesiva en sus descripciones. Puede que sólo tuviera una pierna rota, o un brazo roto, o quizás solo una costilla. Se limpió las lágrimas con el dorso de la mano, volvió a dejar la bolsa con los trozos de alma oculta; y se dirigió a la sala para pedir su permiso. La señora fingió estar muy ocupada revisando unos papeles cuando María entró en la estancia. Sin levantar la mirada del escritorio dijo: “Si me vas a preguntar si te doy licencia para ir a ver a tu marido a la capital, ya te digo, que no. Sabes que estoy muy ocupada. Los niños son muy pequeños. No me puedo quedar sola con ellos”.
Salió de la estancia tal y como había entrado, en silencio. Camino de la cocina se quitó el delantal, y se dirigió a la puerta de salida. En el recorrido, oía sin escuchar lloros de niños en el patio. Dejaba atrás toda una vida de servidumbre entregada a la familia. Se dedicaría a cuidar de su Antonio el tiempo que estuviera convaleciente. En estos momentos la necesitaba. Ya no recordaba cuando fue la última vez que estuvieron más de un día juntos.
En el camino de polvo y tierra que llevaba a su casa, los latidos de su corazón se acompasaban con el ritmo de sus pasos. Se precipitaban en acelerando al recrear en su imaginación a su Antonio lleno de moratones por la caída. Iba rezando a Dios porque estuviera bien y pudiera traérselo pronto. La brisa que escapaba de entre los viñedos del señorito, le colmaba los pulmones de un olor a pasa dulce y la distraía de ansiosas cavilaciones. Evocaba una sensación de libertad que hacía mucho que no había sentido. Se dedicaría a cuidar de su Antonio. Todo el tiempo que hiciera falta. Y por primera vez en su vida, también de ella misma. Recordó los trocitos de alma que tenia ocultos en la bolsa. Los repararía durante el viaje. Tanto tiempo con el alma rota. Ya era hora de recomponerla.
La Anselma era de las pocas afortunadas en el pueblo que tenían teléfono en casa. Había llegado en la mañana gritando, con los brazos en alto, la cara descompuesta. La señora se molestó con tanto grito, y la mandó con muy malos modos a callar. Ni una pizca de compasión en su rostro cuando oyó aquel infortunio. Con la mirada insensible y el rostro afilado, salió de la habitación dejando a la Anselma en un charco de nervios y alaridos comprimidos; y a María mirando atónita al suelo y con los ojos llenos de lágrimas.
De todos modos, ya estaba acostumbrada a los embistes del azar. Se recompondría e iría a hablar con la señora para que le diera permiso para ir a la capital. Puede que su Antonio no estuviera tan mal, la Anselma solía ser excesiva en sus descripciones. Puede que sólo tuviera una pierna rota, o un brazo roto, o quizás solo una costilla. Se limpió las lágrimas con el dorso de la mano, volvió a dejar la bolsa con los trozos de alma oculta; y se dirigió a la sala para pedir su permiso. La señora fingió estar muy ocupada revisando unos papeles cuando María entró en la estancia. Sin levantar la mirada del escritorio dijo: “Si me vas a preguntar si te doy licencia para ir a ver a tu marido a la capital, ya te digo, que no. Sabes que estoy muy ocupada. Los niños son muy pequeños. No me puedo quedar sola con ellos”.
Salió de la estancia tal y como había entrado, en silencio. Camino de la cocina se quitó el delantal, y se dirigió a la puerta de salida. En el recorrido, oía sin escuchar lloros de niños en el patio. Dejaba atrás toda una vida de servidumbre entregada a la familia. Se dedicaría a cuidar de su Antonio el tiempo que estuviera convaleciente. En estos momentos la necesitaba. Ya no recordaba cuando fue la última vez que estuvieron más de un día juntos.
En el camino de polvo y tierra que llevaba a su casa, los latidos de su corazón se acompasaban con el ritmo de sus pasos. Se precipitaban en acelerando al recrear en su imaginación a su Antonio lleno de moratones por la caída. Iba rezando a Dios porque estuviera bien y pudiera traérselo pronto. La brisa que escapaba de entre los viñedos del señorito, le colmaba los pulmones de un olor a pasa dulce y la distraía de ansiosas cavilaciones. Evocaba una sensación de libertad que hacía mucho que no había sentido. Se dedicaría a cuidar de su Antonio. Todo el tiempo que hiciera falta. Y por primera vez en su vida, también de ella misma. Recordó los trocitos de alma que tenia ocultos en la bolsa. Los repararía durante el viaje. Tanto tiempo con el alma rota. Ya era hora de recomponerla.
Una mirada que te da las gracias a ti y te desea mucha suerte en esta aventura que acabas de comenzar. Seguiré mirando, me gustan las vistas...
ResponderEliminar¡Besazo!
Me encantó, tan elegantemente escrito...y con un toque esperanzador. Muy bueno, como siempre. Un besote!
ResponderEliminarLa señora, con perdón, era una cabrona que no se merecía a María. Muy bello relato, del que me alegro también que finalmente asome ese rayito de luz (entre azul y azabache).
ResponderEliminarBesos!
Precioso! Elegante, como bien señala Meg. Me ha gustado conocer el origen del título de tu blog.
ResponderEliminarBesotes!!!
Este relato es fantástico, me encanta como has conseguido que conozcamos a las dos, sobre todo a María, sin que abran la boca. Es muy evocador, una preciosidad, sin duda.
ResponderEliminarBesos
Que cosas más bonitas me escribis..., una suerte tener unas miradas como las vuestas!
ResponderEliminarGracias por el relato, y benditos tus dedos que dejan escapar los gritos de tu alma
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